Hacía pocos días que había terminado la guerra. Desde el sur del país viajó primero a Buenos Aires. Luego Paraná y finalmente se tomó el colectivo hacia Viale, el de la 1 de la tarde. Llegando a su pueblo, alguien paró el micro, se subió y preguntó si en ese coche viajaba un tal Abel Rodríguez. “Soy yo”, dijo tímidamente el muchacho, ubicado en el asiento 19 lado ventanilla.
Abel se bajó del coche y en la entrada a la ciudad, una caravana interminable de autos aguardaba al joven, para darle la bienvenida y las gracias. Su pueblo estaba de pie junto a él. No había palabras para ese momento. Ni una sola palabra. Sólo lágrimas y abrazos. (Fabricio Bovier)