Es un querido personaje del pueblo, que recorre a diario la ciudad y el campo en su vehículo tracción a sangre. Perdió una hijita cuando tenía apenas dos años. Pero nunca bajó los brazos. Fue hachero, estibador, podador, changarín, entre numerosas tareas más. Acaba de reponerse de un ACV y cuenta: «No puedo quedarme quieto. Si dejo de trabajar, me enfermo».

Como estamos seguros que muy pocos lo conocen por su verdadero nombre, prometemos a aquella persona que adivine cómo se llama, hacerlo poseedor de un importante premio en efectivo (broma, valga la aclaración).
Su nombre es Juan Ceballos. Pero el mundo (absolutamente, todo el mundo) lo conoce por «Cartera», extraño apodo si los hay.
Y allí va Cartera, como no podía ser de otro modo, en su infaltable vehículo tracción a sangre, volviendo del campo, luego de una jornada de trabajo. Como no podía ser de otro modo.
Hay personas trabajadoras. Y otras que son ejemplo de trabajo. Dentro de estas últimas se encuentra Cartera.
Lo freno en plena calle, le pregunto cómo anda y una gran sonrisa se esboza en su curtido rostro. «Bien, pero muy bien», me responde. Y nuestra charla comienza.
El día está gris, como buscando a lloviznar. Es miércoles por la tarde, acaba de hacer unos trabajos en el campo y del campo está volviendo en este momento. «Me voy a tomar unos amargos», me cuenta.
Juan Ceballos, o «Cartera» para el pueblo, nació hace ya varios años en un hogar muy humilde. Hijo de padres trabajadores, recibió su apodo cuando su mamá quedó viuda. «Y antes, las viudas llevaban su luto de por vida», me cuenta. Y describe: Las viudas debían usar de manera continua pañuelo negro y cartera negra. «Y así lo hizo mi madre. De allí, a alguien se le ocurrió ponerme este sobrenombre, que es ya como mi nombre», explica.
Cartera fue hachero, estibador, peón rural, alambrador, cortador de pasto, podador, ayudante de tambo, sembrador. Casi siempre, changarin. Toda una vida llena de sacrificios. Formó una familia a la que defiende a capa y espada. Uno de mis hijos es policía («Está en la Montada», me cuenta con orgullo de padre). El otro trabaja en el frigorífico de Stertz. «Es de los primeros», aclara. También tiene una hija en la escuela secundaria y una chiquita que falleció cuando tenía apenas 2 añitos. Ese fue uno de los golpes más grandes que recibió en su vida.
Sin embargo, el hombre nunca bajó los brazos. Siempre miró para adelante; siempre buscó salir adelante. Acaba de reponerse de un ACV, me cuenta. «Estuve varios meses internado, no sé cuantos. Pero muchos». «Pero fíjate como ando. Trabajando otra vez. Es que si me quedo sentado o quieto, seguro que me enfermo; yo no sirvo para estar sin hacer nada». Sus palabras resuenan y deberían ser ejemplo para más de uno que anda por ahí.
Mientras charlamos, aprovecha para contarme que para pagar su internación y largo tratamiento médico, «la gente se portó muy bien». «Estoy muy agradecido con todo el pueblo; es increíble como te dan una mano. Sin pedir nada, la gente se acercó, colaboró. Vendieron carne con cuero para recaudar fondos y en pocos minutos no quedó ni un solo kilo disponible», explica.
«Debemos dar gracias a Dios, vivimos en un pueblo muy solidario», razona el hombre.
Antes de marcharse, aprovecho para hacerle una foto. «Fijate que salga lindo», me dice y su sonrisa se le dibuja de lado a lado.
No quiero demorarlo más. Alguno que otro automovilista que pasa por el lugar lo saluda a Cartera con un bocinazo y su mano en alto. Todo el mundo lo conoce.
Mientras nos despedimos, me cuenta que su mayor orgullo como padre es que sus hijos sean honestos y que nunca traten mal a nadie. «Pues todos merecemos ser tratados bien», me explica.
El día había amanecido un poco gris. Pero ahora que me doy cuenta, el sol está empecinado en aparecer.

Fabricio Bovier