Fue una calurosa tarde de verano de 1977. Faltaban apenas meses para el Mundial Argentina ’78.
En Viale, como en buena parte del país, se respiraba fútbol. Estábamos expectante de todo lo que encerraba la previa al máximo evento deportivo global.
Preferíamos ver una pelota y cerrar los ojos a tanta violencia que pasaba frente a nuestras narices. En eso estábamos, cuando en una jornada de intenso calor, ocurrió un hecho que hoy muy pocos recuerdan, pero que la memoria de algunos nos ayudó a recomponer.
Eran las 16:30 de la tarde, cuando uno de los pabellones que se encontraban inhabitados, cedió parte de su estructura, ocasionando la muerte casi inmediata de un chico que vivía en el Hogar «Roque Sáenz Peña», ubicado a dos kilómetros de Viale.
Ocurrió en uno de los pabellones que por entonces ya se encontraba clausurado por cuestiones edilicias. Era una edificación muy antigua de la vieja estancia de Victorino Viale.
Sin embargo, había chicos que de tanto en tanto ingresaban al lugar por picardía, o para explorar aquellos rincones olvidados de la imponente estancia rural.
El furor de la previa del Mundial generaba emociones y fuertes sentimientos por la Selección. Todos queríamos correr detrás de una pelota, y más aún los niños.
En eso estaba un grupo de chicos cuando se desató la tragedia. En plena tarde y sin previo aviso, se escuchó un fuerte golpe de hierro en el pabellón ubicado a unos cien metros del edificio central. En escasos segundos, sólo hubo una espesa nube de polvo: Todo se había venido abajo: la cabreada del techo había cedido, arrastrando consigo parte de las viejas paredes.
Algunos chicos que jugaban cerquita del lugar alcanzaron a escapar. Otros quedaron atrapados, pero pudieron ser rescatados.
Pero hubo un chico que no pudo salir y que quedó bajo los escombros. Se trata de Daniel Bianchi, que según las fuentes consultadas por NuevaZona tendría 14 años al momento del hecho.
«Hubo dos o tres niños que quedaron apretados, pero que con ayuda de los celadores lograron salir. No fue el caso de Bianchi, que murió debido al derrumbe», cuenta hoy don Ricardo Benito Sanabria. El hombre trabajaba aquellos años en la institución y recuerda el hecho como si hubiese sido ayer. Sanabria tiene una memoria envidiable y una lucidez digna de admiración.
«Aquella tarde, y en cuestión de segundos, el techo se desplomó casi por completo y arrastró parte de las paredes. Daniel no pudo salir», explica Sanabria.
El hombre estaba de franco ese día, pero aquella jornada lo fueron a buscar de manera urgente a su casa para que ayudara con las tareas.
Así como Sanabria, varios trabajadores de entonces fueron convocados de inmediato a la institución.
Hoy, del pabellón de la tragedia no queda nada. O casi nada. Apenas, algo de lo que alguna vez fue un contrapiso, ahora tapado por malezas y arbustos. Enormes pastizales que se abren paso desde bien abajo y que resurgen entre las grietas del cemento.
Cuando uno mira el lugar desde una alta ventana de un viejo depósito de al lado, sólo aprecia el sonido del viento. Del pabellón que se cobró una joven vida sólo queda un insoportable silencio. Mucho silencio. Quizás, demasiado. (Fabricio Bovier)