Escribe: Fabricio Bovier

 

Dolor de circo pobre, dolor del desarraigo, dolor de indiferencia de los ojos que no quieren ver… («Saltémonos los lunes»; Yuyi Guouman)

 

Hace dos años entrevisté al dueño de un circo que había llegado a la ciudad. Como todos los circos, éste también venía de recorrida interminable producto de kilómetros interminables.

A la nota la hicimos en unos cómodos sillones del motorhome donde vivía el dueño. Un vehículo increíble con dos dormitorios alfombrados y calefaccionados, cocina equipada, baño, ducha fría-calor, sala de estar. El vehículo contaba además con Direc TV e internet.

El motorhome -ubicado sobre el frente del circo- poseía un comedor central en U, heladera,  placares independientes, colchones de alta densidad y mosquiteros en todas las ventanas. Era una mini mansión sobre ruedas.

Pero no todo el personal del circo llevaba el mismo nivel de vida.

Sobre los laterales de la gran carpa había cuatro casillas rodantes notoriamente  más pequeñas que la principal. Ninguna de las cuatro poseía sala de estar, ni dormitorios calefaccionados, ni colchones de alta densidad, ni placares independientes. Tenían alguna comodidad, pero ningún lujo.

En ellas vivía el personal estable del circo. Un mago con su familia; dos equilibristas con sus parejas y en la cuarta casilla una chica que sobre el escenario convertía su cuerpo en algo muy parecido a  una serpiente voladora.

Sobre el fondo del predio, bastante más atrás y contra las vías del ex ferrocarril, se ubicaban dos precarias casillas y una carpa. Vivían allí un payaso con sus hijos y dos obreros encargados de armar y desarmar la gigantesca estructura en cada destino, en cada ciudad. Ni el payaso ni los operarios tenían relación de dependencia con la empresa. Era personal temporario. Hoy estaban  con el circo; mañana quien sabe.

Una de esas casillas sufría goteras. Y eso se notaba a simple vista: El trozo de silobolsa que cubría parte de su techo así lo delataba. Lo que alguna vez fue una cobertura plástica que almacenó cereales, ahora se había transformado en una barrera protectora contra la humedad.

Había tres sectores bien marcados y definidos en aquel circo: El dueño, los empleados estables y los changarines. El primero vivía al frente, con ventanas a la calle principal. Los segundos vivían en el lateral del circo; ni muy atrás ni muy adelante. Los terceros parecían pelear contra la geografía del terreno para evitar perderse en lo último de lo último.

Aquel paisaje social circense -ubicado en un ámbito bien reducido- era mucho más que una metáfora del día a día de esta vida. Nunca antes había percibido una postal más clara y real de lo que vemos y transitamos a diario en esta sociedad. Unos pocos que tienen mucho; otros que zigzaguean en eso que alguien llamó alguna vez clase media.

Y los últimos, esos que ya tienen poco por perder pues nunca ganaron nada, peleando minuto a minuto para no caerse del mapa.

Foto: cuautla.gob