Cuando yo era chiquito, había en mi barrio dos perros que de solo verlo asustaban. Vivían en la misma cuadra, pero cada uno en una esquina diferente. Siempre se mostraban los dientes, pero nunca pasaban a los bifes. Es imposible olvidar la escena, ya que de tan repetida era prácticamente una postal del barrio: Cada vez que a alguno de los pichichos se le ocurría pasar por la esquina del otro, la cosa se armaba. Los dos se enseñaban los dientes. Los dos se ponían en posición de ataque. Los dos se miraban fijo y con cara de malos. Pero inmediatamente a como el que había invadido territorio ajeno lograba atravesar la esquina o simplemente cambiar de vereda, todo volvía a la santa calma. Así fue durante años, sobre todo, en horas de la siesta, cuando las doñas intentaban pegar un ojo. Le encantaba gruñirse entre la 1 y las 3 de la tarde. Era su horario preferido.

Sólo se ponían de acuerdo en algunos temas mínimos y sin mayor relevancia, como no correr al viejo de la moto. Al hombre le encantaba tirar patadas al aire cuando uno de los perros le salía al cruce en plena calle. No es que no quisieran darle un tarascón. Al contrario, era lo que más hubiesen querido en el mundo. Pero alguna vez, alguien quiso meterse con el motociclista y la patada que le dio le hizo ver estrellas por una semana. Así que desde ese día, los dos perros del barrio se hacían los distraídos cuando el hombre pasaba por el lugar.

Pero sólo en ese tema coincidían. En el resto de problemas, como en cuál árbol hacer sus necesidades, no había ningún punto de acuerdo. Ni siquiera podían sentarse a discutir cuestiones como las travesuras que hacían los gatos (los actuales y los anteriores) y de las que nadie decía ni mu. Nada. Sólo mostrarse los dientes y punto.

Pero un día la familia propietaria de uno de los pichos decidió mudarse de pueblo. Cargó la heladera, los bolsos de ropa y el televisor. Y obviamente, también se llevó al perro. Desde ese día, el barrio ya no fue el mismo. Nadie más se mostró los dientes. Nunca más hubo gruñidos a la siesta.

Y fue precisamente en ese momento, cuando a ambos perros le cayó la ficha y se dieron cuenta del valioso tiempo que habían desperdiciado discutiendo zonceras y empantanándose en charquitos sin profundidad. Pero era un poco tarde.

Ahora había nuevos perros en el barrio con otras miradas y otros dientes. Perros que pretendían hacer de la diferencia una oportunidad antes que puntos sin retorno. Pichichos que pese a saber que no coincidían en muchos asuntos, buscaban siempre –pero siempre- mirar hacia adelante, evitando que el árbol les tapara el bosque.  FB