Me cuesta asumir ciertas certezas. Ayer murió el señor Matteoda, el director de nuestra escuela, el que nos saludó cada tarde durante cinco años a tantas promociones que pasamos por el ICVM desde 1975 hasta el 2000. Él nos decía al bajar la bandera a las 18:15 d “hasta mañana, alumnos” y nosotros respondíamos en coro “hasta luego, señor Matteoda”.
Desde que hablé con una amiga que me contó, quedé con las sensaciones suspendidas. En ese momento le dije qué raro esto, ¿no? Tenía en el cuerpo un sedimento disperso como las escamas de un agua vieja en un florero que demoran en tocar el fondo, tenía el titular de la noticia haciéndose verdad de a poco en el recorrido que se me trazaba atrás de los párpados desde el día que entré a primer año hasta nuestra recepción. Me dí cuenta que Atilio seguía presente en mi vida pese a no haberlo visto más desde hace mucho tiempo. Mucho, más de diez años quizás. Sin embargo, la potencia de su altura, de su voz incuestionable, de su tranco certero por la esquina de casa hasta la calle de la iglesia, de su puntualidad de pájaro, de los marcos de sus anteojos, de la punta larga de su nariz, que estaban en pausa en mi memoria, recobraron la vitalidad de una época dormida.
Mi secundaria fue hermosa, tuvo todos los ingredientes que hacen que sea recordable: amigas y amigos eternos, amistades fugaces, primeros amores, primeros fracasos, cuadro de honor, materias horribles, materias increíbles, profesores olvidables, docentes faros, tuvo primeros puchos en la plaza, polleras azules y camisas blancas, ruedos con machetes, lecciones de biología con Dardo, dibujos de órganos sexuales en los bancos, misas mensuales, fiestas del estudiante, carrozas de la primavera, serenatas a profesores.
Atilio atravesó cada rito de iniciación sin perderse, sin esfumarse. Hay figuras que se hacen manchas de humedad, se desdibujan, se vuelven hongo, Atilio en cambio siempre fue respetable. Siempre imprimió un tipo de autoridad amorosa sin gestos exagerados de amabilidad. Tenía una voz que no necesitaba micrófono pero nunca gritó. Tenía un traje color beige y otro gris. Tenía sobrinos siempre jugando en la vereda de su casa. Tenía llave de la escuela en el llavero de su casa. Nunca llegó tarde en mi recuerdo. Nunca se fue antes de una cena de recaudación. Nunca se le desajustó la corbata. Nunca nos sentimos intimidados por él. Enseguida después de charlar con Muri entré a facebook y vi que de a poco empezaba a convertirse en el pizarrón de los lamentos. Gustavo, un sobrino ya hombre, escribió con un dolor vivo. Se sentía la respiración ahorcada por el llanto. Elsita, que fue directora después de él, también lo saludaba. Digo bien, se lo saludaba como cuando sin uniforme lo cruzábamos en una calle de Viale. Atilio sintetiza una época.
La vida cambia, los vínculos cambian, nosotros los de entonces ya no somos los mismos, dice el poeta. Pero Atilio seguirá siendo el señor Matteoda, nuestro capítulo de Juvenilia, una grieta en el tiempo que nos abre la piel para que volvamos a creer en los sueños que tuvimos de jóvenes, un hombre que marcó sin bajar línea.
Hasta luego, Señor Matteoda.
