Doce hermanos fueron separados de chiquitos. Y durante muchos años dejaron de verse. Hasta hace unos días, cuando finalmente volvieron a encontrarse
La que sigue es la historia de doce hermanos que de muy chiquitos la vida se encargó de separar. Seis varoncitos fueron a parar al Hogar de Niños Roque Sáenz Peña, de Viale. Las tres nenas a un Hogar de Paraná. Y los tres más pequeños, con familias adoptivas.
«De pequeños y antes de entrar al Hogar, tuvimos una durísima vida en la calle. Vivíamos en Paraná. Mi mamá tenía serios problemas y no podía atendernos. Igual que mi padre… Disculpame, pero no puedo seguir hablando», me cuenta uno de los doce hermanos Gadea mientras compartimos un mate. El hombre no puede terminar la frase. Y me explica que cada vez que habla de su infancia, su temple se quiebra. Y no es para menos: Sólo el que tiene heridas en el alma difíciles de curar, sabe lo que significa vivir en la calle a los 4 o 5 añitos de edad.
Como los niños vivían a la buena de Dios, un familiar dio aviso a las autoridades y fue entonces cuando el Consejo Provincial del Menor internó a los hermanitos en Hogares.
El organismo separó a las nenas por un lado y a los varones por otro. Y desde ese momento, muchos se perdieron el rastro mutuo y la posibilidad de juntarse, de reencontrarse.
Los hermanos son: Diana Haidé, Marita, Alejandra, Carlos, Eduardo, Héctor, Guillermo, José, Roque, César y los mellizos Carlos y Ariel.
La vida los llevaría por destinos diversos y situaciones diferentes. Los mellizos fueron adoptados por la familia Gaitán, mientras que César fue adoptado por la familia Romero.
Los nueve restantes vivieron en Hogares hasta cumplir la mayoría de edad. Luego, unos se fueron a vivir a la provincia de Córdoba y otros a la provincia de Buenos Aires. Algunos quedaron en Paraná, otros en Viale y los mellizos en la localidad de Bovril.
El inevitable paso del tiempo, las cuestiones económicas y las distancias hicieron que los doce hermanos jamás se reencontraran. Hasta hoy…
Sol adentro y afuera
El día había amanecido sin una nube. La temperatura casi primaveral de ese domingo -el último domingo de invierno- preanunciaba que esa jornada no sería una más. Los que vivían más lejos habían llegado un día antes. Los más cercanos llegaron ese domingo cerca de mediodía. Pero llegaron.
Es difícil contar con palabras cómo fue ese reencuentro. Es que las marcas del tiempo luego de veinte, treinta y algunos casi cuarenta años sin verse, se hacen notar.
Pero alguien dijo alguna vez que el tiempo pone las cosas en su lugar. Y las cosas estuvieron otra vez en su lugar un mediodía soleado de domingo en la casa de Carlos. Una casa pequeña pero de corazón grande, ubicada en la esquina de Belgrano y Rivadavia, de Viale.
Fue un larguísimo tablón y una serie interminable de sillas, bancos y banquetas los que dieron cabida a los doce hermanos, sus esposos/as, hijos e hijas. «Y eso que faltan varios de mis sobrinos», dijo uno de los hermanos Gadea mientras hacíamos la foto oficial del encuentro. Y era pura verdad: Si bien estaban los doce hermanos, no todos habían viajado a Viale con sus hijos. «El día que estemos todos, será necesario cortar la calle», comentó otro y la frase despertó risas en el resto.
Durante largas horas de ese domingo, los Gadea pudieron volver a sentarse juntos alrededor de una mesa. Cruzar miradas, charlar y compartir un mate.
Saben que es imposible recuperar tiempos perdidos. Recuperar aquellos momentos en que la vida los mantuvo lejos, separados entre sí. Pero también saben que la vida sigue y que el camino no se corta. Y que con esfuerzo, dentro de algún tiempo (que confían no será tan lejano) buscarán juntarse otra vez, en un nuevo reencuentro.
(Fabricio Bovier)
-Publicado en la Edición Papel de NuevaZona-