Guillermo Brekel, inmigrante ruso, fundó su panadería en Viale a principios de la década de 1.930. Durante tres generaciones la familia estuvo relacionada directamente a la elaboración de pan y facturas. Con ellos también surgieron los “torteros”, hoy por hoy un oficio en extinción y que le permitió a cientos de chicos hacerse unas monedas diarias
Con tres tortas me esperaron esa tarde: Una de yogur, otra de vainilla con dulce de leche y una de chocolate. Las tres estaban cortadas en perfectos cuadraditos, ubicadas sobre una mesa y a la espera de ser devoradas, algo que ocurrió en el mismo lapso de tiempo en que charlamos para esta nota. Terminó la entrevista y se terminaron las tortas.
Doña Sara Heft de Brekel y Negra Miró de Brekel, protagonistas directas de la historia que hoy vamos a contar, esperaron a quien esto escribe con tres tortas de su especialidad, como para no perder la costumbre. A su lado, Silvina, que mientras evitaba que se enfríe el mate, ayudaba a su madre y su tía a hilvanar la historia.
Hay apellidos que por el solo hecho de nombrarlos, identifican un trabajo o actividad. Brekel es uno de ellos. Decir Brekel es decir pan. Y eso no se logra de un día para otro, sino a través del tiempo y producto de la constancia de haber llevado adelante un oficio que no dura meses o años, sino décadas.
1.934
Brekel fue sinónimo de pan durante ochenta años en Viale. La primera panadería de la familia fue fundada en 1.934, cuando Guillermo llegó a Entre Ríos proveniente de La Pampa, lugar al que había llegado desde Rusia.
En Viale, y con más ganas que dinero, se instaló en una pequeña casita ubicada en la esquina de Avenida San Martín y 24 de Septiembre. Desde allí comenzó a elaborar pan y masitas. Eligió un nombre para su naciente negocio: “La Esmeralda”.
Luego se casaría con Luisa Riffel, con quien tuvo tres hijos: Tuche, el Puma y Nelly. Fueron ellos quienes continuaron la tradición familiar de elaborar el pan, pero en un lugar que todos recordamos: la tradicional casona de calle Mendoza.
Desde allí y durante unos setenta años, Los Brekel elaboraron pan, galleta, tortas, masitas y facturas.
“A las 6 de la tarde se preparaba la masa y un ratito después se encendía el horno”, explica Sara sobre la tarea diaria que llevaba adelante la familia. “A la 1 de la mañana se armaba el pan y la galleta. Todo estaba listo cerca de las 8 de la mañana, cuando llegaba el primer distribuidor a buscar la mercadería para repartir”, agrega la Negra. Se trataba de un charré (similar a sulky tirado por caballos) que llevaba el pan y las facturas por el pueblo y el campo.
Tanto Sara como la Negra saben de lo que hablan. Es que ambas no sólo fueron testigos de tantos años, sino partícipes directos de la panadería, trabajando codo a codo junto a sus maridos.
Torteros, un oficio en extinción
Además de la venta en la misma panadería y la distribución a través de carros y luego en camionetas, hubo durante años una verdadera postal que identificó a la panadería: los torteros. Chicos que salían a vender facturas en canastas de mimbre por toda la ciudad. Los Brekel tuvieron alrededor de cien torteros a lo largo de los años, según algunos cálculos.
Los chicos vendían las facturas en escuelas, potreros de fútbol y hasta en la salida de la iglesia. Lo hacían antes de ir a jugar a la pelota o después de la bolilla en la vereda.
Al final de la jornada, con su ganancia ayudaban en casa o la utilizaban para sus pequeños gastos diarios.
“Cuando los chicos venían a buscar las tortas para vender, la panadería se revolucionaba”, cuenta Sara. “Había momentos en que parecía un jardín de infantes”, completa la Negra entre risas.
Durante casi ochenta años (la panadería dejó de funcionar en el año 2.010), tres generaciones llevaron adelante el oficio panaderil. Ejemplo de constancia y trabajo, el apellido fue (y lo sigue siendo hasta el día de hoy) sinónimo de pan.
Eso se ve reflejado hasta el día de hoy, cuando algunos hombres de 40, 50 o 60 años encuentran en la calle a Sara o la Negra para recordarles anécdotas de su paso por la panadería como torteros. “Se acuerda cuando…”, le dicen esos muchachos adultos a las mujeres. Y ese “se acuerda cuando…” se convierte de inmediato en relato vivo de tardes de tortas, canastas, pelotas y bolillas.
(Este informe se publicó de manera completa en la Edición Papel del Periódico NuevaZona)