«Hoy me encontré en una esquina de Paraná con Pity. Hacía años que no lo veía. Yo no lo reconocí, pero él sí se dio cuenta y me gritó mientras yo cruzaba la calle. Me costó ubicarlo al principio, pero luego caí quien era. Hacía años que no lo veía. Diez años ya. Le había perdido el rastro. Pero no me puse contento simplemente por verlo. Me puso feliz saber que él esta mejor y que la pelea todos los días. Pity ahora tiene trabajo, está haciendo deportes y empezó un curso de diseño textil».
Quien lo cuenta es Hugo Gómez. Esta semana, Hugo se reencontró con Pity. Hacía más de diez años que no lo veía. En realidad, no lo veía desde el mismo día que Pity dejó la Residencia de Jóvenes Roque Sáenz Peña de Viale luego de cumplir la mayoría de edad. Hugo se desempeña en la institución desde hace ya varios años.
Pity es uno de los cientos de pibes que por distintas razones de la vida (razones que la propia razón no entiende) pasaron por la Residencia de Jóvenes de Viale.
Y esta semana volvieron a verse. El hecho de verlo con trabajo, haciendo deportes y por empezar una capacitación, a Hugo lo puso más que contento. Esa tarde en Paraná, la del reencuentro, Hugo y Pity se cruzaron en un abrazo gigante. No se dijeron mucho. A veces, unas pocas palabras y una mirada ya alcanzan.
El nombre de Pity todavía figura en las viejas paredes de la Residencia. En una recorrida por uno de los sectores que hoy no se ocupan a raíz de su situación edilicia, puede leerse el nombre de Pity, así como también el de muchos adolescentes y jóvenes que han pasado por el lugar. Por ese lugar que -con aciertos y errores- buscó darle algo de contención. Nombres que dejaron huella allí, en esas frías paredes que han sido testigo mudo de tardes de soledad y noches de abandono.
Viejos paredones pintados y repintados con nombres, poemas, grafitis y dibujos que calan hasta lo profundo del alma. Allí pueden leerse frases, que más que frases son ruegos. «Los pobres piden pan. Los presos libertad. Lo único que te pido madre mía es que no me olvides jamás», escribió alguien con pintura roja sobre una de las paredes.
«Pity, de Paraná» se lee en letras negras. «Cheri, de Federación» un poco más allá. «Pildorita de Concordia», escribió otro joven cerca de una ventana. Nombres; más nombres. La lista es interminable.
«Perdón Jesús», leo en otro paredón. Como si alguien tuviese que pedir perdón por haber sido derivado hasta allí.
También aparecen grafitis dedicados a temas fuertes y duros (pero reales) como la droga, la violencia y, por qué no decirlo, hasta problemas con la policía. Todo, en crudos textos desparramados sobre los muros.
«Los chicos utilizan las paredes como forma de expresarse. Como una manera de decir lo que sienten en un momento determinado de sus vidas». Quien lo cuenta es Miguel Molina, Vice Director de la Residencia.

Grito; alarido
La poeta Patricia Arredondo escribió hace un tiempo: «Las personas usan los muros para inscribir protestas, pensamientos, poemas, declaraciones amorosas, burlas, odios, para crearle mala fama a alguien, o para dejar su huella en los lugares que han pisado, sus nombres; como un espacio de opinión y expresión pública -o íntima, si es que está plasmada en la intimidad de un baño público. De modo que a veces las paredes contienen todo eso que se quiere comunicar, los mensajes son como un grito o un alarido de las calles, la mayoría de las veces perecedero por su carácter ilícito y transgresor».

Voces silenciosas
Uno sigue mirando más paredes y tratando de escuchar esas voces silenciosas que un día quisieron escupir lo que llevaban bien adentro. Lo expresaron a su modo y decidieron dejarlo pintado en antiguos muros. Aparecen lamentos y tremendas historias de vida pintadas en desprolijos trazos. Uno trata de aguantar. Pero cuesta, y mucho. Cuesta imaginar lo que han vivido y los que viven aún hoy quienes se encuentran institucionalizados en Residencias de Jóvenes.
Y uno vuelve a detenerse en todo eso que guardan aquellas paredes. Y es justo ahí, en ese momento, cuando se cae en la cuenta que detrás de cada frase, de cada nombre, de cada grafiti, aún permanece una historia no saldada de dolor. Historias que alguien, un día, decidió dejarlo plasmado para siempre en un viejo paredón.

Fabricio Bovier