Unas pocas palabras alcanzaban para lograr el cometido: «Si no dormís, Quicho te lleva». Esa simple frase era prácticamente una sentencia firme sin lugar a reclamo.
Cuando un mayor (padre, madre, tutor o encargado) pronunciaba esas palabras, uno como niño no tenía más remedio que agachar la cabeza e irse a dormir.
Con la siesta no se jodía. Y menos con Quicho. Ese hombre canoso, de piel arrugada, pelos duros, de poco hablar y mucho caminar. Ese ser que deambulaba de acá para allá, generalmente en horas de la siesta o la noche. Ese tipo, siempre vestido con un saco arrugado y que generalmente llevaba a cuestas una bolsa.
Ese era Quicho, el viejo al que todos, absolutamente todos los chicos del pueblo, le teníamos terror. Principalmente, a la hora de la siesta.
Pocos lo conocen por su nombre, pero sí por su apodo. Eduardo Sanabria jamás fue Eduardo Sanabria. Fue, simplemente, «Quicho».
Quienes tengan hoy entre 30 y 50 años lo recordarán a la perfección. Su lento caminar, su mirada a veces perdida y sus barquinazos en los días donde había bebido demasiado, hacían de Quicho un personaje pintoresco para los adultos, misterioso para los jóvenes y muy temible para el público infantil.
Bañarse a la madrugada
Quicho vivió durante muchos años en lo que fue el saladero, ubicado en calle Santa Fe casi 24 de Septiembre.
Al principio, el hombre utilizaba de cama unas viejas chapas, pero luego, los dueños del predio le cedieron unas piezas que lo protegían los duros inviernos y en los días imposibles de verano.
«Era un ser limpio en su extrema pobreza y un hombre de honestidad absoluta». Quien así lo describe es Elsita Esquivel, que fuera vecina durante años de Quicho. El fondo del saladero y el patio de la familia Rostan-Esquivel eran prácticamente linderos. Por eso, Elsita, su esposo Ricardo y los hijos de la pareja entablaron por aquellos años una amistad que duró hasta los últimos días de Sanabria.
«Quicho se bañaba religiosamente todos los días a las 5:30 de la mañana. No sólo eso; lo hacía con agua fría. Fuera invierno o verano. Era como si el frío no lo afectara demasiado. Tanto, que cuando se fue a vivir al Hospital, siguió con aquella actitud: bañarse con agua fría», recuerda Elsita.
Un pasado difícil
Quicho llegó a Viale de muy joven. Si bien existen numerosas personas en esta ciudad con su mismo apellido, según contaron varias de ellas, el hombre no poseía familiares aquí.
Su lugar de origen era la zona de Villaguay, pero de un día para otro se fue de allí para nunca más volver. Aquí llegó sin nada y cuando arribó, el primer lugar que encontró para dormir fue el puente «del asilo» (ubicado en el camino de tierra entre Viale y Tabossi).
Jamás habló de su pasado y de su historia de vida. Cuando alguien le preguntaba, de inmediato cambiaba de tema, o quedaba en silencio.
Sólo una vez comentó algo a sus conocidos, pero fue muy poquito lo que dijo en esa oportunidad. Contó que de joven casi no tenía problemas económicos, pero que una crisis o malos negocios lo llevaron a la bancarrota. Ello, sumado a cuestiones ligadas a la bebida, habrían ocasionado que Sanabria quedara finalmente en la calle y a la deriva.
Hubo muchos años que Quicho no bebió alcohol con regularidad. Sin embargo, cuentan quienes lo conocieron, cuando alguien le gritaba en la calle o era maltratado, esa misma noche volvía a emborracharse.
Una fotografía revolucionaria
En los años ’80 y principios de los ’90, un grupo de artistas de Viale organizó varias muestras de fotografías y pinturas (algunas de esas muestras se realizaron en «La Casa del Arte» y otras en la plazoleta «Ricardo Balbín»). Una de las series se denominó: «Uno de nosotros», y lo mostraba a Quicho en su morada, el antiguo saladero. La obra fue realizada por Norma Godoy y Norberto Pacheco.
«Hacía tiempo que queríamos fotografiar a Quicho, pero no sabíamos cómo nos recibiría y si permitiría hacerle las tomas». Quien lo cuenta es el fotógrafo Norberto Pacheco.
«Un día, finalmente, nos dijimos: Tenemos que ir. Y fuimos. Al principio se mostró un poco reacio con nosotros, pero con el correr de los minutos y con un mate compartido, pudimos charlar. Estuvimos más de tres horas».
«Donde vivía, tenía una especie de brasero fabricado con un tacho cortado. Eso le servía para mantener caliente la pava del mate. Pudimos charlar largo rato y hacerle las fotos. Fue algo muy lindo», explica Norma Godoy.
Causó tanto impacto aquella serie de fotografías sobre Quicho, que mucha gente comenzó a mirarlo distinto desde aquel día. Ya no era ese viejo misterioso que podía causar temor en las calles. Era (casi) uno más de nosotros. Sólo había que romper prejuicios, derribar mitos y animarse a verlo con otros ojos.
«No soy de acá»
Uno de los últimos años que Quicho vivió en el saladero, la ciudad sufrió una durísima inundación. El agua anegó distintos barrios, entre ellos, el sector donde él vivía. Fue tanta la creciente, que la policía y el personal municipal tuvieron que retirarlo de allí y llevarlo a un improvisado Centro de Evacuados que se había instalado en un galpón del ferrocarril.
«Quiero volver a mi lugar, yo no soy de acá», repetía insistentemente aquella jornada en que se convirtió en evacuado junto a una treintena de familias.
Según recordó uno de sus conocidos, hubo dos Intendentes que le ofrecieron la posibilidad de construirle una piecita y un baño. Pero Quicho no aceptó.
El hombre que regalaba caramelos
En su adultez, y debido a serios problemas en su visión, un grupo de vecinos del barrio (encabezados por la familia Ludi, Elsita, entre otros) decidieron hacerlo operar para que pueda volver a ver. No fue sencillo convencerlo con viajar a Paraná, pero después de mucha insistencia, lograron el cometido.
Sin embargo, el día que lo llevaron a hacerle la cirugía, se encontraron con que había paro de médicos y enfermeros, por lo que tuvieron que volverse con las manos vacías.
Pero esos mismos vecinos no se quedaron quietos y tiempo después pudieron conseguirle un nuevo turno. Finalmente, Quicho fue operado y logró recuperar parte de su vista.
Los últimos años, vivió en el Hospital Dr. Castilla Mira. Sus serios problemas de salud ya no le permitían otra cosa. Allí recibía la visita de sus conocidos, que le llevaban comida o algo de ropa. A todos, Quicho los recibía con una sonrisa y un caramelo.
«Cada vez que íbamos a visitarlo, nos regalaba una golosina», recuerda Jano Rostán, quien se hizo su amigo desde muy pequeñito.
Cuentan quienes lo visitaban asiduamente, que en sus últimos días, Quicho obsequió más caramelos que de costumbre. Y también más sonrisas.
Un viernes de noche, desde el Hospital llamaron a sus pocos allegados. Le pedían que fueran de inmediato. Quicho respiraba con dificultad, con demasiada dificultad. Pero se lo notaba tranquilo.
En la mesita de luz, bien pegada a su cama, aún quedaban varios caramelos en una bandejita plástica.
(Fabricio Bovier/NuevaZona)