El martes 9 de mayo, su presencia en Ruta 18 sorprendió a numerosos automovilistas. Eran las 8 de la mañana, y el hombre caminaba en plena cinta asfáltica. Iba solo, pero cargado. Llevaba consigo un changuito de supermercado y, sobre el mismo, dos importantes valijas marrones de peso considerable según podía notarse.
El hombre caminaba por la zona de Espinillo, en dirección Paraná-Viale. Si bien su rostro denotaba algo de cansancio, su andar firme y pasos largos demostraban lo contrario. No parecía agotado. Tenía una barba apenas naciente, como si se hubiese afeitado el día anterior.
Su presencia en plena ruta generó la preocupación lógica de automovilistas y camioneros. Sobre todo, por la peligrosa actitud de caminar sobre el asfalto y no por la banquina.
Por ello, al ser alertados a través del 101 (teléfono policial), un móvil de comisaría Quebracho (zona Ramblón) llegó hasta donde se encontraba el hombre.
Estaba sentado, descansando, recostado sobre la baranda de un puente cercano al acceso de Aldea San Antonio. A su lado, el changuito con las dos valijas marrones. Escuchó bien, estimado lector, sentado sobre el puente y con un carrito gris metálico de hipermercado junto a él.
El hombre no pareció inmutarse cuando vio llegar a la policía. El agente le pidió salir de la ruta, a raíz del enorme peligro que significaba su presencia en el lugar y lo invitó a acompañarlo al destacamento. Cargaron al patrullero las dos valijas con el changuito y viajaron hasta la comisaría.
Se llamaba Carlos, vivía en San Rafael, Mendoza y viajaba con destino a la localidad de Los Conquistadores, en el norte entrerriano. Iba a visitar familiares y amigos, según contó en sede policial.
Llevaba varios días viajando. Lo hacía a dedo, cuando alguien paraba a llevarlo. Caso contrario, optaba por caminar sobre la ruta, con su changuito cargado.
En el destacamento estuvo varias horas. Allí charló, comió algo, contó anécdotas. Se hizo mediodía, la siesta y luego la tarde dio paso a la noche. Se sentó a descansar un rato en la comisaría, pero luego prefirió la garita de colectivos, ubicada a unos cien metros del destacamento. Los primeros rayos de sol del nuevo día lo encontraron otra vez rumbo a destino.
Había que partir; aún faltaban varios kilómetros y horas por recorrer. Prometió hacer dedo, siempre y cuando alguien quisiera cargar un hombre con bolsos y equipaje con rueditas.
No se hacía demasiado problema. De no lograr automovilistas piadosos que detengan su marcha para llevarlo, no tendría ningún reparo en volver a caminar por la ruta, junto a su carrito de supermercado y las dos valijas marrones.
Fabricio Bovier