Nicolás Bade es alemán de nacimiento y argentino por adopción. Hace varias décadas  que vive en nuestro país, pues dejó su nación de origen cuando tenía 12 años de edad, apenas un tiempito después de que finalizara la Segunda Guerra Mundial. Hoy, desde fines de los años ’80, vive en la zona rural del Departamento Villaguay, a  50 kilómetros de Viale.

Ingeniero Agrónomo de profesión, Bade posee numerosas medallas en su curriculum laboral. Sin embargo, su gran pasión es la aviación. Y precisamente en sus antecedentes como piloto de avión registra un hecho que lo marcaría para siempre. Una aventura que al día de hoy sigue sorprendiendo a todo quien lo escucha cuando el hombre lo cuenta.

Sucedió en 1.978, y pese al paso del tiempo, Bade lo describe con lujos y detalles. Por entonces, el hombre vivía en El Salvador, país de América Central ubicado a unos 5.600 kilómetros de Argentina.

Mientras trabajaba para la empresa química BASF, fue contratado para un convenio de ayuda técnica internacional que el gobierno alemán llevaba a cargo en dicho país centroamericano. Por ello fue enviado a El Salvador, donde vivió unos cuatro años.

En 1.978, Bade, que por entonces ya era un apasionado de la aviación, tuvo que viajar a la Argentina por motivos laborales. Y no tuvo mejor idea que hacerlo  en su propio avión: Un Cessna 172.

Cuando uno rastrea un poco las principales cualidades del Cessna, encuentra que no se trata de una avioneta de gran potencia ni que sobresale por su velocidad. Sin embargo, lo que reconocen absolutamente todos aquellos que entienden en la materia, es su estabilidad, su facilidad para pilotarla y que es un aparato «a prueba de aterrizajes».

Alguna de estas ventajas (o todas) habrá tenido en cuenta Bade en 1.978, cuando decidió unir El Salvador y Argentina en su Cessna. Un vuelo que le demandó once días (viajando seis horas diarias).

Sin embargo, una cosa es contarlo e imaginarlo hoy y otra cosa es vivirlo hace más de cuarenta años. Una cosa es realizar esa travesía aérea en la actualidad, con toda la tecnología que dispone el hombre y otra muy distinta es haberlo logrado con apenas una brújula de mano. Y no mucho más.

Ni informes meteorológicos actualizados al minuto, ni GPS, ni sistema sofisticado de comunicación aérea, ni… Y seguramente siguen los «ni». Ni casi nada. Pero sí, muchas ganas, valentía y mucho riesgo.

«Hoy día, el sistema de GPS te va informando todo y se maneja todo de manera satelital. Te informa el estado meteorológico, a cuántos kilómetros estás de tu lugar de origen, velocidad exacta con respecto a la tierra para saber cuánto combustible y horas de vuelo quedan. Hoy, la tecnología permite volar mucho más tranquilo y sin los problemas que tenían hace varias décadas atrás», explicó a este medio el piloto Cristian Tauber.

Bade no poseía la tecnología que existe hoy. Pero se decidió a hacer aquel viaje y lo hizo. «Aquel día, mi esposa no se animó a viajar conmigo en avión a la Argentina», cuenta entre risas Bade. Por eso viajó solo.

«Sólo llevaba conmigo una brújula. Sólo una brújula y una bitácora de vuelo: un cuadernito tapa dura azul, cuyas páginas blancas escritas con birome  tinta negra se conservan impecables. Allí anotaba día, lugar, horario, escala, condiciones del vuelo y observaciones, entre otros registros minuciosamente detallados.

«Realizar el vuelo desde El Salvador a Mendoza me llevó once días. Por día, volaba unas seis horas y aterrizaba donde podía. Principalmente, trataba de hacerlo en lugares como aeroclubes», explica.

Pero cuando lo sorprendía una tormenta en pleno vuelo, debía buscar refugio de inmediato y aterrizar donde pudiese.

 

En pleno vuelo y con el motor apagado

Varios años antes de aquella travesía, Bade había realizado un curso de piloto. Durante sus ratos libres, y mientras podía juntar dinero, había concretado su viejo sueño: Convertirse en piloto de avión. «La escuela donde estudié me dio todas las herramientas para defenderme en el aire».

Mientras lo cuenta, relata una anécdota que vivió con un profesor en pleno vuelo y que uno, al escucharlo hoy, siente que se le ponen los pelos de punta. «Estábamos volando y en un momento, el profesor me dijo: ‘Emergenciaaaa’ y me apagó el motor. De inmediato me indicó: ‘Usted ahora es quien debe salvar la situación. Es todo suyo’. Afortunadamente, logré tranquilizarme y pude centrar mi atención en buscar la solución a esa supuesta emergencia. Todo salió bien. Ese día, al aterrizar, el docente me felicitó y me dijo: ‘Usted ya posee las herramientas para volar».

Tiempo después, pudo demostrar que lo aprendido ya podía ponerlo en práctica. Fue en aquella aventura aérea, esa que unió dos países situados a casi 6 mil kilómetros de distancia.

 

Operativo de rescate

Horas antes de arribar a Mendoza se desató un fuerte viento zonda en el norte argentino. Esa situación hizo temer lo peor, por lo que las autoridades locales comenzaron a organizar el operativo de búsqueda y rescate de la avioneta.

Sin embargo, Nicolás Bade finalmente arribó a destino. Ese momento, el del avión aproximándose a tierra firme, generó tremendo alivio y lógica alegría en los familiares que lo aguardaban en Mendoza.

 

Volar el lugar de la tragedia de Los Andes: «Pasé raspando por allí»

Uno de los momentos más fuertes del vuelo de Bade fue cuando tuvo que pasar por el Planchón de Los Andes, zona del famoso glaciar de Las Lágrimas. En ese sitio, pero seis años antes de su travesía, había ocurrido el accidente conocido como el «Milagro de los Andes». Fue cuando un avión que conducía a un equipo de rugby uruguayo se estrelló en un risco de la cordillera.

Recordemos el hecho: El viernes 13 de octubre de 1972, un avión uruguayo con 45 personas a bordo se estrelló en los Andes. El grupo estaba compuesto por jóvenes jugadores de rugby, sus amigos y parientes. Los sobrevivientes al choque quedaron atrapados por las montañas nevadas a casi 4.000 m de altitud, sin comida suficiente, sin agua, sin vestimenta adecuada y soportando temperaturas menores a -30ºC.

Para sobrevivir, los accidentados tuvieron que elaborar tecnologías alternativas: producir agua a bajísima temperatura utilizando la nieve, emplear las fundas de los asientos para confeccionar abrigos precarios, improvisar camillas para los heridos, convertir los almohadones en raquetas para no hundirse en la nieve, armar lentes para protegerse del reflejo y la agresión ultravioleta.

La falta de alimento los obligó a tomar la difícil decisión de tomar la carne de los cuerpos de los fallecidos como única posibilidad de no morir.

-¿Qué sintió el día que sobrevoló el lugar donde había ocurrido la tragedia de Los Andes?

-Estaba preocupado en observar el altímetro y a punto de no cruzar e ir más hacia el sur, donde la cordillera es más baja. Pasé pero raspando. Lo que recuerdo es que no quise pensar en la tragedia de los Andes.

(Fabricio Bovier / NuevaZona)